Empiezo a girar la ruleta.
¡Clack!
Mirada absorta en un abismo
-el mundo revolviéndose
frenético-
mientras mi pie hundido
en el
pedal del gas
revela viejos instintos
kamikazes.
Nada nuevo.
Cierro los ojos tan solo un
instante
-como si fuera eterno-
y me flagela el eco de un
destello
de ese fragmento infinitesimal
por el que jamás volveré
a pasar.
Trance.
Una leve bocanada augura
el aroma pérfido de la muerte
-la de verdad,
la que se llena de epitafios
y
lágrimas plañideras-
y entonces caigo en la cuenta
de
que en realidad
nada de todo esto tiene que ver
con el corazón en un puño
o
la respiración contenida
cuando tú te vas.
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